El Señor no tiene el menor interés en que pasemos hambre. Basta con leer los pasajes importantes de los evangelios que tienen lugar durante una comida. O la multiplicación de los panes y los peces. Jesús no les dijo a la multitud hambrienta: «Qué bien, podéis ofrecerlo».
La comida, una vez satisfecha la necesidad fisiológica, deja de ser alimento para convertirse en banquete, adquiriendo así una dimensión simbólica. Es un signo de comunión. Quienes comen lo mismo a la vez se unen. No hay celebración, ocasión en la que la gente se reúne para conmemorar y agradecer, en la que falte la comida (no el alimento).
Por tanto, el ayuno también tiene dos dimensiones: fisiológica y simbólica. El ayuno, en su dimensión simbólica, no puede ser igual en el Antiguo Testamento que en el Nuevo. El ayuno expresa una ausencia, una espera. En el Antiguo Testamento, incluso puede ser un autocastigo. Todo eso carece de sentido en el Nuevo Testamento, después de la venida de Jesucristo.
Los cristianos podemos ayunar en momentos en los que queramos destacar una espera o en los que experimentemos la ausencia de Jesús. Ayunar es como una oración sin palabras que dice: «Señor, mi verdadero hambre es de ti. Tú eres mi alimento y de ti quiero saciarme». La sensación fisiológica del hambre debería llevarnos a la oración y a compartir con los necesitados. Para que el ayuno no sea estéril, no debemos pensar que con él nos volvemos mejores, más piadosos o más aceptos a Dios. Como si a Dios le sirviese de algo que no comamos.